LA DESGRANGES era el vicio y la lujuria personificados: alta, delgada, de cincuenta y seis años de edad, aspecto lívido y descarnado, ojos apagados, labios muertos, ofrecía la imagen del crimen a punto de perecer por falta de fuerzas. Antes había sido morena; se decía incluso que tuvo un bonito cuerpo; poco después, no era más que un esqueleto que solo podía inspirar repugnancia. Su culo marchito, usado, marcado, desgarrado, se parecía más al papel esmerilado que a la piel humana, y su agujero era tan ancho y arrugado que, sin que ella lo notara, los más enormes instrumentos podían penetrarla en seco. Para colmo de encantos, esta generosa atleta de Citerea, herida en múltiples combates, tenía una teta de menos y tres dedos cortados; cojeaba y le faltaban seis dientes y un ojo. Puede que nos enteremos en qué tipo de ataques había sido tan maltratada; lo cierto es que nada la había corregido, y si su cuerpo era la imagen de la fealdad, su alma era el receptáculo de todos los vicios y de todos los crímenes más increíbles. Incendiaria, parricida, incestuosa, sodomita, tríbada, asesina, envenenadora, culpable de violaciones, robos, abortos y sacrilegios, cabía afirmar con certeza que no había crimen en el mundo que esa tunanta no hubiera cometido o hecho cometer. Su estado actual era el celestinaje; era una de las suministradoras habituales de la sociedad, y como a su mucha experiencia unía una jerga bastante agradable, la habían elegido para desempeñar el cuarto papel de historiadora, es decir aquel en cuy o relato debían encontrarse los may ores horrores e infamias. ¿Quién mejor que una criatura que las había cometido todas podía interpretar ese personaje? Encontradas estas mujeres, y encontradas inmejorables en todos los puntos, hubo que ocuparse de los accesorios. En un principio habían deseado rodearse de un gran número de objetos lujuriosos de ambos sexos, pero cuando descubrieron que el único local donde esta fiesta lúbrica podía ejecutarse cómodamente era aquel mismo castillo en Suiza propiedad de Durcet y al que había enviado a la pequeña Elvire, que este castillo de regulares dimensiones no podía contener un gran número de habitantes, y que además podía resultar indiscreto y peligroso llevar a mucha gente, se redujo a un total de 32 sujetos, incluidas las historiadoras, a saber: cuatro de esta clase, ocho muchachas, ocho muchachos, ocho hombres dotados de miembros monstruosos para las voluptuosidades de la sodomía pasiva, y cuatro criadas. Pero no fue fácil lograrlo; emplearon un año entero en estos detalles, gastaron un dinero inmenso, y he aquí las precauciones que tomaron respecto a las ocho muchachas, a fin de tener lo más delicioso que Francia podía ofrecer. Y 16 inteligentes alcahuetas, cada una de ellas con dos auxiliares, fueron enviadas a las 16 principales provincias de Francia, mientras que una decimoséptima trabajaba en el mismo asunto solo en París. A cada una de estas celestinas se la citó en una propiedad del duque cerca de París, y todas debían acudir en la misma semana, a los diez meses justos de su partida: se les dio ese tiempo para buscar. Cada una de ellas debía traer nueve sujetos, lo que sumaba un total de 144 muchachas, y de estas 144, solo debían ser elegidas ocho. Se había recomendado a las celestinas que solo consideraran el nacimiento, la virtud y el más delicioso rostro. Tenían que buscar principalmente en las casas honradas, y no se les aceptaba ninguna muchacha de la que no se demostrara que había sido raptada, o que procediera de un convento de internas de calidad, o del seno de su familia, y de una familia distinguida. Todo lo que no quedara por encima de la clase burguesa y que, en estas clases superiores, no fuera a la vez muy virtuosa, muy virgen y muy perfectamente hermosa, era rechazado sin misericordia. Unos espías vigilaban los pasos de estas mujeres e informaban al instante a la sociedad de cuanto hacían. Si el sujeto encontrado era como se deseaba, se les pagaba a 30. 000 francos, gastos cubiertos. Es increíble lo que eso costó. Respecto a la edad, se había fijado entre los doce y los quince, y todo lo que quedara por encima o por debajo era despiadadamente rechazado. Durante ese tiempo, con las mismas circunstancias, los mismos medios y los mismos gastos, estableciendo también la edad entre doce y quince, 17 agentes de sodomía recorrían igualmente la capital y las provincias, y su cita estaba fijada para un mes después de la elección de las muchachas. En cuanto a los jóvenes que de ahora en adelante designaremos bajo el nombre de folladores, la única regla fue la medida de su miembro: no se quiso nada por debajo de las 10 o 12 pulgadas de longitud por 7 y media de contorno. Ocho hombres trabajaron con esta intención en todo el reino, y la cita quedó señalada para un mes después de la de los muchachos. Aunque la historia de estas elecciones y de estas recepciones no sea nuestro objeto, no queda, sin embargo, fuera de lugar contar aquí algo de ello, para que pueda conocerse todavía mejor el genio de nuestros cuatro héroes. Me parece que todo lo que sirva para desarrollarlas y para arrojar luz sobre una orgía tan extraordinaria como la que vamos a describir no puede ser considerado accesorio. Habiendo llegado la época de la cita de las jóvenes, se dirigieron a la propiedad del duque. Como algunas celestinas no pudieron cumplir su número de nueve, y otras perdieron a algunos sujetos por el camino, sea por enfermedad o por evasión, solo llegaron 130 a la cita. Pero ¡cuántos atractivos, Dios mío! Creo que jamás se vio tantos reunidos. Se dedicaron 13 días a este examen, y cada día se examinaban diez. Los cuatro amigos formaban un círculo, en medio del cual aparecía la joven, primero vestida tal como estaba en el momento de su rapto. La alcahueta que la había corrompido contaba su historia: si faltaba en algo a las condiciones de nobleza y de virtud, sin may or profundización, la pequeña era despedida al instante, sin ninguna ay uda y sin ser confiada a nadie, y la celestina perdía todos los gastos que había podido hacer a causa de ella. Después de que la alcahueta hubiera contado sus pormenores, hacían que esta se retirara y se interrogaba a la pequeña para saber si lo que se acababa de decir de ella era cierto. Si todo era correcto, regresaba la alcahueta y arremangaba a la pequeña por detrás, a fin de exponer sus nalgas a la asamblea; era lo primero que querían examinar. El menor defecto en esta parte motivaba su despido inmediato; si, por el contrario, nada faltaba a esta especie de encanto, la hacían desnudarse, y, en tal estado, pasaba y repasaba, cinco o seis veces consecutivas, de uno a otro de nuestros libertinos. Le daban una y más vueltas, la manipulaban, la olisqueaban, la abrían, examinaban sus virginidades, pero todo ello con sangre fría y sin que la ilusión de los sentidos turbara para nada el examen. Una vez terminado, la criatura se retiraba y, al lado de su nombre escrito en un billete, los examinadores ponían aprobada, o suspendida, firmando el billete; después estos billetes eran metidos en una caja, sin que se comunicaran sus ideas; examinadas todas, se abría la caja: para que una muchacha fuera aprobada, era preciso que tuviera en su billete los cuatro nombres de los amigos a su favor. Si faltaba uno solo, era inmediatamente despedida, y todas inexorablemente, como y a he dicho, a pie, sin ay uda y sin guía, a excepción quizá de una docena con las que nuestros libertinos se divirtieron cuando la elección estuvo hecha y que cedieron a sus celestinas. En la primera vuelta, hubo 50 sujetos rechazados. Repasaron a los 80 restantes, pero con mucha may or exactitud y severidad: el más pequeño defecto se volvía inmediatamente un título de exclusión. Una, bella como el día, fue despedida porque tenía un diente un poco más prominente que los demás; otras, más de veinte, lo fueron porque eran solo hijas de burgueses. En esta segunda vuelta, saltaron 30: así que solo quedaban 50. Se decidió proceder a este tercer examen después de perder leche con el concurso mismo de estos 50 sujetos, a fin que de la calma perfecta de los sentidos pudiera resultar una elección más serena y más segura. Cada uno de los amigos se rodeó de un grupo de doce o trece de estas jóvenes. Los grupos pasaban de uno a otro; eran dirigidos por las alcahuetas. Se cambiaron tan artísticamente las actitudes, se prestaron tan bien a ello, hubo en una palabra tanta lubricidad de hecho que la esperma ey aculó, la cabeza quedó tranquila y 30 de este último grupo desaparecieron en esta vuelta. Solo quedaban 20: seguían sobrando 12. Se apaciguaron con nuevos medios, con todos aquellos de los que se suponía que podría nacer la desgana, pero las 20 siguieron: ¿y qué hubiera podido sustraerse de un número de criaturas tan singularmente celestiales que diríase que eran la obra misma de la divinidad? Así que fue preciso, a belleza equivalente, buscarles algo que pudiera asegurar por lo menos a ocho de ellas una especie de superioridad sobre las 12 restantes, y lo que propuso el presidente a este respecto era muy digno de todo el desorden de su cabeza. No importa, el recurso fue aceptado: se trataba de saber cuál de ellas haría mejor una cosa que se les exigiría a menudo. Cuatro días bastaron para decidir ampliamente esta cuestión, y 12 fueron finalmente despedidas, pero no en blanco como las demás: se divirtieron con ellas ocho días completamente y de todas las maneras. Después, como y a he dicho, fueron cedidas a las alcahuetas, que no tardaron en enriquecerse con la prostitución de unos sujetos tan distinguidos como aquellos. En cuanto a las ocho elegidas, fueron depositadas en un convento hasta el instante de la partida y, para reservarse el placer de disfrutarlas en la época elegida, no se las tocó hasta entonces. Ni se me ocurrirá describir estas bellezas: eran todas ellas tan igualmente superiores que mis pinceles se volverían necesariamente monótonos. Me limitaré a nombrarlas y a afirmar con verdad que es absolutamente imposible imaginarse un conjunto tal de gracias, de atractivos y de perfecciones, y que si la naturaleza quería dar una idea al hombre de lo más sabio que ella puede formar, no le presentaría otros modelos. La primera se llamaba AUGUSTINE: tenía quince años, era hija de un barón de Languedoc y había sido secuestrada en un convento de Montpellier. La segunda se llamaba FANNY: era hija de un consejero del Parlamento de Bretaña y secuestrada en el propio castillo de su padre. La tercera se llamaba ZELMIRE: tenía quince años, era hija del conde de Terville, que la idolatraba. La había llevado con él de caza, por una de sus tierras en Beauce, y, habiéndola dejado sola un instante en el bosque, fue secuestrada en un santiamén. Era hija única y, con 400. 000 francos de dote, debía casarse el año siguiente con un grandísimo señor. Ella fue la que lloró y se desoló más ante el horror de su suerte. La cuarta se llamaba SOPHIE: tenía catorce años y era hija de un gentilhombre bastante acomodado que vivía en su propiedad en Berry. Había sido secuestrada mientras paseaba, al lado de su madre que, queriendo defenderla, fue arrojada a un río en el que su hija la vio expirar bajo sus ojos. La quinta se llamaba COLOMBE: era de París e hija de un consejero del Parlamento; tenía trece años y había sido secuestrada al regresar con una gobernanta, de noche, a su convento, a la salida de un baile infantil. La gobernanta había sido apuñalada. La sexta se llamaba HÉBÉ: tenía doce años, era hija de un capitán de caballería, hombre de buena posición que vivía en Orleans. La joven había sido seducida y secuestrada en el convento donde se educaba; dos religiosas habían sido conquistadas a fuerza de dinero. Era imposible ver nada más seductor y más lindo. La séptima se llamaba ROSETTE: tenía trece años, era hija del teniente general de Chalon-sur-Saône. Su padre acababa de morir; ella estaba en el campo con su madre, cerca de la ciudad, y la secuestraron ante los mismos ojos de sus parientes, simulando que eran ladrones. La última se llamaba MIMI o MICHETTE: tenía doce años, era hija del marqués de Senanges y había sido secuestrada en las tierras de su padre, en el Borbonesado, con ocasión de un paseo en calesa que le habían dejado hacer con dos o tres mujeres del castillo, que fueron asesinadas. Vemos y a cuánto dinero y cuántos crímenes costaban los preparativos de estas voluptuosidades. Con personas semejantes, los tesoros importaban poco, y en cuanto a los crímenes, se vivía entonces en un siglo en que estaban muy lejos de ser investigados y castigados como lo han sido después. Mediante lo cual, todo salió con éxito, y tan bien, que nuestros libertinos nunca se vieron inquietados por las consecuencias y apenas hubo indagaciones. Llegó el momento del examen de los muchachos. Al ofrecer may ores facilidades, su número fue may or. Los alcahuetes presentaron a 150, y seguramente no exageraré al afirmar que igualaban por lo menos la clase de las muchachas, tanto por su delicioso rostro como por sus gracias infantiles, su candor, su inocencia y su nobleza. Eran pagados a 30. 000 francos cada uno, el mismo precio que las muchachas, pero los buscadores no arriesgaban nada, porque siendo esta caza más delicada y mucho más del gusto de nuestros sectarios, se había decidido que no desperdiciarían ningún gasto, que despedirían, a decir verdad, a los que no convinieran, pero que, como se les utilizaría, serían igualmente pagados. El examen se hizo como con las mujeres. Comprobaron diez por día, con la precaución muy prudente y que había sido excesivamente descuidada en el caso de las muchachas, con la precaución, digo, de correrse siempre con la ay uda de los diez presentados antes de proceder al examen. Estuvieron a punto de excluir al presidente, desconfiaban de la depravación de sus gustos; pensaban que se había dejado llevar, en la elección de las muchachas, por su maldita inclinación a la infamia y a la depravación. Prometió no abandonarse en absoluto esta vez, y si bien mantuvo su palabra, no fue realmente sin esfuerzo, pues una vez que la imaginación herida o depravada se ha acostumbrado a este tipo de atentados al buen gusto y a la naturaleza, atentados que la halagan de manera tan deliciosa, es muy difícil hacerla volver al buen camino: parece que el deseo de servir sus gustos le suprime la facultad de ser dueña de sus opiniones. Despreciando lo realmente hermoso y amando únicamente lo espantoso, se pronuncia tal como piensa, y el retorno a unos sentimientos más verdaderos le parecería un perjuicio causado a unos principios de los que se sentiría muy molesta de alejarse. Fueron unánimemente aprobados 100 sujetos desde el final de las primeras sesiones, y hubo que repetir cinco veces consecutivas estos juicios para obtener el pequeño número que solo debía ser admitido. Tres sesiones consecutivas dejaron 50, y se vieron obligados a llegar a unos medios singulares para afear en cierto modo unos ídolos embellecidos todavía por el prestigio, pese a lo que con ellos se pudiera hacer, y quedarse únicamente con los que se quería admitir. Imaginaron vestirlos de muchachas: 25 desaparecieron con esta artimaña que, confiriendo a un sexo que idolatraban el atavío de otro del que estaban hastiados, les deprimió e hizo perder casi toda la ilusión. Pero nada pudo hacer variar el escrutinio sobre los 25 últimos. Por más que hicieran, por más leche que perdieran, por más que no escribieran su nombre en los billetes hasta el momento de correrse, por más que utilizaran el medio adoptado con las muchachas, seguían los mismos 25, y se tomó la decisión de confiarlo a la suerte. He aquí los nombres que se dieron a los que quedaron, su edad, su nacimiento y el resumen de su aventura, pues renuncio a hacer sus retratos: los rasgos del propio Amor no eran seguramente más delicados y los modelos donde el Albano iba a elegir los rasgos de sus ángeles divinos eran seguramente muy inferiores. ZÉLAMIR tenía trece años de edad; era el hijo único de un gentilhombre de Poitou que lo educaba con el may or cuidado en su propiedad. Le habían mandado a Poitiers a visitar a una parienta, escoltado por un único criado, y nuestros fulleros, que le esperaban, asesinaron al criado y se apoderaron del niño. CUPIDON tenía la misma edad; estaba en el colegio de La Fleche; hijo de un gentilhombre de los alrededores de esta ciudad, donde estudiaba. Le espiaron y le secuestraron en el curso de un paseo que los colegiales daban el domingo. Era el más guapo de todo el colegio. NARCISSE tenía doce años de edad; era caballero de Malta. Le habían secuestrado en Rouen donde su padre desempeñaba un cargo honorable y compatible con la nobleza. Partía hacia el colegio de Louis-le-Grand, en París; fue secuestrado en el camino. ZÉPHIRE, el más delicioso de los ocho, en el supuesto de que la excesiva belleza de todos hubiera permitido una elección, era de París; estudiaba en un famoso internado. Su padre era un oficial general, que hizo todo lo posible para recuperarlo sin que nada pudiera conseguirlo. Habían seducido al dueño del internado a fuerza de dinero, y había entregado a siete, de los cuales seis habían sido desechados. Había enloquecido al duque, que afirmó que si hubiera hecho falta un millón para encular a esa criatura, lo habría dado al instante. Se reservó sus primicias, y le fueron unánimemente concedidas. ¡Oh tierna y delicada criatura, qué desproporción!, ¡y qué suerte horrenda te estaba, pues, deparada! CÉLADON era hijo de un magistrado de Nancy. Fue secuestrado en Luneville, donde había ido a visitar a una tía. Apenas contaba con catorce años. Fue el único al que sedujeron mediante una muchacha de su edad que encontraron la manera de que conociera: la bribonzuela le atrajo a la trampa fingiendo que estaba enamorada de él, le vigilaban mal, y la jugada salió bien. ADONIS tenía quince años. Fue secuestrado en el colegio de Le Plessis, donde estudiaba. Era hijo de un presidente del Parlamento, al que por mucho que se quejara y por mucho que removiera, estaban tan bien tomadas las precauciones que le resultó imposible volver a oír hablar de él. Curval, que llevaba dos años loco por él, le había conocido en casa de su padre, y era él quien había dado los medios y las informaciones necesarias para corromperle. Estuvieron muy asombrados de un gusto tan razonable como aquel en una cabeza tan depravada, y Curval, muy orgulloso, aprovechó el acontecimiento para demostrar a sus colegas que, por lo que se veía, seguía teniendo a veces buen gusto. La criatura le reconoció y lloró, pero el presidente le consoló asegurándole que sería él quien le desvirgaría; y mientras le administraba este consuelo tan conmovedor, le bamboleaba su enorme instrumento por las nalgas. Lo pidió en efecto a la asamblea y lo consiguió sin dificultades. HYACINTHE tenía catorce años de edad; era hijo de un oficial retirado en una pequeña ciudad de Champaña. Le atraparon mientras iba de caza, que amaba con locura y a la que su padre cometía la imprudencia de dejarle ir solo. GITON tenía trece años de edad. Fue secuestrado en Versalles, en la casa de los pajes de la gran caballería. Era hijo de un hombre de buena posición del Nivernesado que acababa de dejarle allí hacía menos de seis meses. Le secuestraron con absoluta facilidad en un paseo que había ido a dar en solitario por la avenida de Saint-Cloud. Se convirtió en la pasión del obispo, a quien fueron destinadas sus primicias. Así eran las deidades masculinas que nuestros libertinos preparaban para su lubricidad: en su momento y en su lugar veremos el uso que de ellas hicieron. Quedaban 142 sujetos, pero no jugaron con estas presas como con las otras: ninguno fue despedido sin haber servido. Nuestros libertinos pasaron con ellos un mes en el castillo del duque. Como estaban en vísperas de la partida, todos los arreglos diarios y normales y a estaban rotos, y esto sirvió de diversión hasta el momento de la partida. Cuando quedaron ampliamente hartos, imaginaron un divertido medio de sacárselos de encima: consistió en venderlos a un corsario turco. De esta manera quedaban rotas todas las huellas y recuperaban una parte del dinero. El turco vino a recogerles cerca de Monaco, adonde se les hizo llegar en pequeños grupos, y los llevaron a la esclavitud, destino horrible sin duda, pero que no por ello divirtió menos ampliamente a nuestros cuatro malvados. Llegó el momento de elegir a los folladores. Los eliminados de esta clase no molestaban nada; tomados a una edad razonable, bastaba con pagarles el viaje, el trabajo, y se volvían a casa. Sus ocho alcahuetes habían tenido, además, mucho menos trabajo, y a que las medidas estaban prácticamente fijadas y no había ningún problema con las condiciones. Llegaron, pues, 50. De las 20 más gordas, eligieron a los ocho más jóvenes y más guapos, y de esos ocho, como, en detalle, solo se mencionarán las cuatro más gordas, me limitaré a nombrar a esos. HERCULE, realmente esculpido como el dios cuy o nombre se le dio, tenía veintiséis años y estaba dotado de un miembro de 8 pulgadas y 2 líneas de perímetro por 13 de longitud. Nunca se había visto un instrumento tan hermoso ni tan majestuoso como aquel, casi siempre enhiesto y del que ocho ey aculaciones, como se comprobó, llenaban una pinta exacta. Era además muy agradable y tenía un rostro muy interesante. ANTINOÜS, llamado así porque, a imitación del puto de Adriano, reunía el más hermoso pene del mundo y el culo más voluptuoso, cosa que es muy rara, era portador de un instrumento de 8 pulgadas de perímetro por 12 de longitud. Tenía treinta años y el rostro más bonito del mundo. BRISE-CUL tenía un juguete tan graciosamente modelado que le era casi imposible encular sin romper el culo, y de ahí venía el nombre que llevaba. La cabeza de su pene, semejante a un corazón de buey, tenía 8 pulgadas y 3 líneas de perímetro; el miembro solo tenía 8, pero este miembro retorcido tenía tal combadura que desgarraba exactamente el ano cuando penetraba en él, y esta cualidad tan preciosa para unos libertinos tan hastiados como los nuestros había hecho que le buscaran especialmente. BANDE-AU-CIEL, así llamado porque su erección hiciera lo que hiciese, era perpetua, estaba dotado de un instrumento de 11 pulgadas de longitud por 7 pulgadas y 11 líneas de perímetro. Habían rechazado otros más gruesos que el suy o, porque empalmaban difícilmente, mientras que este, por muchas ey aculaciones que hiciera al día, se ponía tieso al menor roce. Los cuatro restantes eran prácticamente de la misma envergadura y del mismo porte. Se divirtieron 15 días con los 42 sujetos desechados y, después de haberlos trabajado bien y al no tener y a nada que llevarse a la boca, se les despidió bien pagados. Ya solo quedaba la elección de las cuatro criadas, que era sin duda la más pintoresca. El presidente no era el único en poseer unos gustos depravados; sus tres amigos, y especialmente Durcet, estaban bastante aferrados a esta maldita manía de la crápula y del libertinaje que encuentra un atractivo más picante en un objeto viejo, asqueroso y sucio que en lo más divino que ha formado la naturaleza. Sería sin duda difícil explicar esta fantasía, pero es común a muchas personas. El desorden de la naturaleza lleva consigo una especie de picante que actúa sobre el género nervioso quizá con tanta o may or fuerza que sus bellezas más regulares. Por otra parte, está demostrado que el horror, la villanía, la cosa espantosa es lo que gusta cuando uno se empalma: ahora bien, ¿dónde se encuentra esto mejor que en un objeto viciado? Evidentemente, si la cosa sucia es lo que gusta en el acto de la lubricidad, cuanto más sucia esté más gustará, y seguramente es mucho más sucia en el objeto viciado que en el objeto intacto o perfecto. Respecto a esto no hay la mínima duda. Además, la belleza es la cosa sencilla, la fealdad es la cosa extraordinaria, y todas las imaginaciones ardientes prefieren siempre sin duda la cosa extraordinaria en lubricidad a la cosa sencilla. La belleza y la frescura solo impresionan en un sentido simple; la fealdad y la degradación impresionan con mucha may or fuerza, la conmoción es mucho más fuerte, de modo que la agitación debe ser más viva. Así pues, no hay que asombrarse, a partir de ahí, de que muchas personas prefieran para su placer una mujer vieja, fea e incluso hedionda a una joven lozana y bonita, de la misma manera que tampoco hay que asombrarse, digo y o, de que un hombre prefiera para sus paseos el suelo árido y escabroso de las montañas a los monótonos senderos de las llanuras. Todas esas cosas dependen de nuestra conformación, de nuestros órganos, de la manera como se conmueven, y somos tan poco dueños de cambiar nuestros gustos sobre eso como lo somos de variar las formas de nuestro cuerpo. En cualquier caso, este era, como se ha dicho, el gusto dominante, tanto del presidente como casi, a decir verdad, de sus tres colegas, pues todos habían tenido una opinión unánime sobre la elección de las criadas, elección que, sin embargo, como veremos, denotaba claramente en su organización el desorden y la depravación que acabamos de describir. Así que se buscaron en París, con el may or cuidado, las cuatro criaturas que necesitaban para cumplir este objetivo, y por repugnante que pueda ser su retrato, el lector me permitirá, sin embargo, que lo trace: es demasiado esencial para el juego de costumbres cuy o desarrollo es uno de los principales objetos de esta obra. La primera se llamaba MARIE. Había sido criada de un famoso bandido recientemente ejecutado, y ella, por su parte, había sido azotada y marcada. Tenía cincuenta y ocho años, casi calva, la nariz torcida, los ojos apagados y legañosos, la boca grande y adornada con sus 32 dientes auténticos, pero amarillos como el azufre; era alta, chupada, habiendo tenido 14 hijos, a todos los cuales había ahogado, según decía, por miedo a que fueran malas personas. Su vientre era ondulado como las olas del mar y tenía una nalga comida por un absceso. La segunda se llamaba LOUISON. Tenía sesenta años, era pequeña, jorobada, tuerta y coja, pero poseía un bonito culo para su edad y la piel todavía bastante hermosa. Era más mala que el demonio y estaba siempre dispuesta a cometer todos los horrores y todos los excesos que pudieran encargarle. THÉRÈSE tenía sesenta y dos años. Era alta, flaca, con aspecto de esqueleto, ni un pelo en la cabeza, ni un diente en la boca y despidiendo por esta abertura de su cuerpo un olor que tumbaba. Tenía el culo acribillado de heridas y las nalgas tan prodigiosamente fláccidas que se le podía enroscar la piel alrededor de un palo; el agujero de este bonito culo se parecía a la boca de un volcán por la anchura, y por el olor era un auténtico agujero de letrina; en toda su vida Thérèse no se había, contaba ella, limpiado el culo, por lo que quedaba perfectamente demostrado que seguía habiendo mierda de su infancia. En cuanto a su vagina, esta era el receptáculo de todas las inmundicias y de todos los horrores, un auténtico sepulcro cuy a fetidez producía mareos. Tenía un brazo torcido y cojeaba de una pierna. FANCHON era el nombre de la cuarta. Había sido colgada seis veces en efigie, y no existía un solo crimen en la Tierra que ella no hubiera cometido. Tenía sesenta y nueve años, era chata, baja y gorda, bizca, casi sin frente, en su hediondo morro solo quedaban dos viejos dientes a punto de caerse; una erisipela le cubría el trasero, y unas hemorroides gruesas como el puño le colgaban del ano; un horrible chancro devoraba su vagina y uno de sus muslos estaba completamente abrasado. Estaba borracha las tres cuartas partes del año, y en su borrachera, como su estómago era muy débil, vomitaba por todas partes. El agujero de su culo, pese al paquete de hemorroides que lo adornaba, era por naturaleza tan ancho que muchas veces se ventoseaba y pedorreaba y cagaba sin darse cuenta. Independientemente del servicio de la casa en las lujuriosas vacaciones que se proponían, estas cuatro mujeres también tenían que participar en todas las reuniones para todas las diferentes tareas y servicios de lubricidad que cupiera exigirles. Tomadas todas estas medidas y y a iniciado el verano, solo se ocuparon del traslado de las diferentes cosas que, durante los cuatro meses de estancia en la propiedad de Durcet, debían hacer la vida cómoda y agradable. Hicieron transportar una gran cantidad de muebles y de espejos, víveres, vinos, licores de todo tipo, mandaron también a unos obreros, y poco a poco condujeron los sujetos que Durcet, que había tomado la delantera, recibía, alojaba e instalaba a medida que iban llegando. Pero y a es hora de ofrecer aquí al lector una descripción del famoso templo destinado a tantos sacrificios lujuriosos durante los cuatro meses proy ectados. En ella se verá con qué cuidado habían elegido un retiro apartado y solitario, como si el silencio, el alejamiento y la tranquilidad fueran los poderosos vehículos del libertinaje, y como si todo lo que imprime mediante estas cualidades un terror religioso a los sentidos debiera evidentemente conferir a la lujuria un atractivo más. Describiremos este retiro, no como había sido anteriormente, sino en el estado tanto de embellecimiento como de soledad aún más perfecto en que lo habían dejado los cuidados de los cuatro amigos. Para alcanzarlo, había que llegar primero a Basilea; se cruzaba el Rhin, pasado el cual el camino se estrechaba hasta el punto de que había que abandonar los carruajes. Poco después, se penetraba en la Selva Negra, en la que había que introducirse unas quince leguas por un camino difícil, tortuoso y absolutamente impracticable sin guía. Una miserable aldea de carboneros y de guardabosques se ofrecía a la vista a esta altura. Allí comienza el territorio de la propiedad de Durcet, y la aldea le pertenece. Como los habitantes de este villorrio son casi todos ladrones o contrabandistas, le fue fácil a Durcet ganarse su amistad, y, como primera orden, se les dio una consigna precisa de no dejar llegar a nadie al castillo a partir de la época del primero de noviembre, que era aquella en que la sociedad debía estar totalmente reunida. Armó a sus fieles vasallos, les concedió algunos privilegios que llevaban tiempo solicitando, y la barrera quedó cerrada. En realidad, la siguiente descripción permitirá ver hasta qué punto, bien cerrada esta puerta, era difícil poder llegar a Silling, nombre del castillo de Durcet. Tan pronto como se había pasado la carbonería, se comenzaba a escalar una montaña casi tan alta como el monte San Bernardo y de un acceso infinitamente más difícil, pues solo es posible llegar hasta su cumbre a pie